TEJEIRA EN ESPAÑA

TEJEIRA EN ESPAÑA
Es un bonito pueblo situado en la antigua comarca de La Somoza. Pertenece al ayuntamiento de Villafranca del Bierzo. Su nombre viene del árbol del tejo, significa bosque de tejos en castellano antiguo. Por la zona también se le llama Teixeira en gallego.

lunes, 21 de agosto de 2017

MAGDALENA, MI PEQUEÑA MAESTRA. AUTORA: CONCHITA TEJEIRA DE ROMAN

Tomado de mi libro en preparación “Rosario de Evocaciones” y ofrecido a mi amiga de todos los tiempos Magdalena H. de Pezet, como el mejor tributo a la memoria de su padre Don Ángel María Herrera en la fecha de su centenario.

Cerca del hogar de mis padres se levantaba el de la familia Herrera, unida a la mía por vínculos de sincera y fraternal amistad; transcurrió mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que la familia Herrera no era parte de la nuestra, tal era la cordialidad que reinaba entre ellas.

Se componía esta familia del señor Herrera (Don Ángel María), de su esposa Doña Tomasita, de su hijita Magdalena Rosa y de sus hermanos Don Clodomiro, Don Antonio y de la niña Juana de Dios. También vivía con ellos su anciana abuela la niña Magdalena; la noble viejecita estaba paralítica; la recuerdo sentada en una cómoda mecedora, entre numerosos cojines, entretenida en delicadas labores de “MUNDILLO” o rezando el rosario y oraciones para cada uno de los santos que componen el Santoral.

Ella me hizo hacer amistad con San Antonio y San José, de quienes era muy devota. Sus nietos la cuidaban y mimaban con ejemplar ternura. Vivió hasta la edad de 96 años.
Nunca faltó día en que don Clodomiro o don Antonio, dejaran de ir a casa de mis padres a pasar, en la sala acogedora y fresca de nuestro hogar, las horas del medio día en que el calor canicular del trópico hace imposible ninguna labor o trabajo físico ni mental.

Cierro los ojos y veo el cuadro con vívido color.   Don Antonio y don Clodomiro, sentados en sendos taburetes de cuero claveteados con doradas tachuelas, recostados contra la pared, fumando perfumados cigarrillos; mi madre reclinada en la hermosa hamaca que se tendía en medio de la sala, engolfados en animada conversación sobre los libros que estaban leyendo, cuyos autores, Lamartine, Chateaubriand, eran los de moda en aquella época de romanticismo.  Otras veces comentaban hechos e incidentes ocurridos en el ambiente pueblerino.  Mi admiración era para Don Antonio, por la elegancia con que arrojaba el humo del cigarrillo, por la bien trazada nariz de su rostro aquilino.

Doña Tomasita y la Niña Juana de Dios, sólo salían de su casa para ir a Misa o cuando había alguien enfermo de  la familia.  Su tiempo lo dedicaban al cuidado del hogar y a vigilar a la pequeña Magdalena Rosa, de cuyo cuidado vivían pendientes los hombres  y mujeres de la familia.  La muerte les había arrebatado otros niños en  edad temprana y vivían bajo el temor de que ocurriera lo mismo con la pequeña, que era el encanto del hogar.

Don Ángel María vivía casi siempre en la Capital, en donde desempeñaba el cargo de Director de la Sección preparatoria del mejor colegio para varones que existía entonces en Panamá: “EL COLEGIO DEL ISTMO”. La niñez de Magdalena  transcurría sin compañeras de su edad, pues fue mucho más tarde cuando Inés Aminta y Amelia, hijas de Don Clodomiro y Don Antonio respectivamente, vinieron a vivir con sus familiares. mi casa había siempre inquietud y bullicio. Éramos entonces ocho hermanos,  cinco hombres y tres mujeres, a los que se sumaban todos nuestros numerosos primos y amigos del vecindario.  Mi casa era el lugar de reunión de toda la chiquillería del barrio donde vivíamos.  Aun no puedo comprender de donde sacaban mis padres la paciencia de que dieron siempre muestra, soportando el ruido de los juegos, discusiones  y riñas frecuentes cuando hay tantos niños reunidos.   Yo casi nunca formaba parte de este grupo.   Con frecuencia me escapaba a casa de los vecinos a jugar con Magdalena, de quien era la única amiga y compañera.

Originales en verdad eran nuestros juegos.   Adelantándonos muchos años a nuestra época, actualizábamos el porvenir de las maestras que andando el tiempo llegamos a ser mi amiguita yo.

Hija de un varón tan ilustrado como el Sr. Herrera,  Magdalena, a la edad de 7 años, leía con facilidad y adecuada entonación en prosa y en verso.

Se sabía de memoria los cuentos de las Mil y una Noches, del Almacén de las Señoritas, del Almacén de los Niños,  más los de Andersen y todos los que publicaba la  Biblioteca de Calleja.  Dramatizar estos cuentos haciendo nosotras mismas los papeles de sus protagonistas era nuestra más predilecta entretención.   El frutecido tamarindo del huerto de los Herrera era el Palacio de Aladino unas veces v otras la cueva encantada del Hada Paribanú.  La caballeriza en donde pacía el manso caballo de los Herrera, era el Palacio del caballo alado que dejó ciego de un colazo al Príncipe Ajid, el de la Montaña Negra.   Para que no hubiera celos ni discusiones, Magdalena y yo alternábamos los papeles de Hadas, Princesas Encantadas, Genios y Príncipes Libertadores.   Jamás tuvimos un desacuerdo y nos repartíamos las glorias de nuestros juegos con fraternal justicia.

Una mañana al llegar a casa de Magdalena, Doña Tomasita me dio la impresionante noticia de que mi amiguita había salido en la madrugada de ese día para Panamá a donde iba a ingresar interna a un colegio de la Capital.  Aquella nueva me pareció más  inverosímil y fantástica que todos nuestros cuentos y mitos.  Magdalena tan chiquita, pues apenas tenía 6 años, ¡interna en un colegio! Yo sabía que Isabel Begoviche y Eudoxia Arias estaban internas en un colegio de Panamá llamado “NORMAL” porque iban a ser maestras, pero, ¿acaso Magdalena, que era de mi edad, podía ser maestra para que la mandaran interna a un colegio?  ¡Yo no podía concebir aquello!  Entristecida y desilusionada regresé a mi casa a llevarle la noticia a mis padres, quienes hacía mucho tiempo sabían los planes del señor Herrera con respecto a Magdalena y no les causó ninguna sorpresa lo que a mí me la producía tan grande.

Echaba de menos a mi amiguita más de lo que yo misma podía comprender. Los juegos desaforados que antes hacían mis delicias: “Flores al Convento” que nos hacía irrumpir en la sala de nuestra casa a darle un beso a nuestra madre en la mano primero que los demás, llegar a la casa de Isabel Begovich, la muchacha más linda de Penonomé, entonces, y tocarle la cabeza; todo eso ya no tenía encantos para mí, después de haber sido princesa o hada en los juegos inventados por Magdalena, tan lejos ahora.

Alguien de mi familia que lo presenció me lo ha referido después. Un día una antigua compañera de juegos y vecina mía, me invitó a jugar con ella, quien se divertía con pedazos de trastos rotos, llenos de tierra y hojas de “frijolillo”.  Yo, con mucha dignidad díjele: “Yo no quiero jugar con tierra porque yo quiero ser una niña bonita y educada” supremo anhelo de toda mi vida.

Ser bella físicamente es don divino que no depende de nuestra voluntad ni se puede conseguir con nuestros esfuerzos; pero el cultivo de la inteligencia, las buenas maneras, la educación, en una palabra, eso sí es potestativo del individuo y a conseguir estos fines he dedicado muchas horas de mi vida.   Habría deseado atesorar mayor acopio de conocimientos lo que no he podido realizar por circunstancias diversas, pero no estoy descontenta con lo obtenido.  ¡Gracias a Dios!

El constante añorar a mi amiguita ausente ponía mucha tristeza en mi vida de niña precozmente sensitiva.  En el mes de Diciembre, las fiebres palúdicas causadas por el estancamiento en pantanos y lodazales de las lluvias del invierno, azotaba la población y eran numerosas las personas ya mayores o niños, que caían enfermas víctimas de la malaria.   Yo fui una de las primeras presas del endémico malestar.    Me resistía a tomar ninguno de los remedios que mi padre recetaba para curarme. No valían halagos ni amenazas de castigos.  Mi repugnancia por el aceite de castor y la quinina era invencible.
Mi padre se acercó un día a la cama en donde, bajo cobertores que pretendían apaciguar el frío que hacía entrechocar mis dientes, se arrebujaba mi cuerpecito presa del terrible mal;  “Ángel María ha escrito que la semana entrante llega con Magdalena; si quieres estar buena y sana para poder jugar con tu amiguita, debes tomar las medicinas que te he recetado”.

Como movida por un conjuro milagroso, me senté en la cama y ese día y todos los siguientes, tomé cuanto brebaje amargo y repugnante me ordenaba mi padre, mi médico.
La influencia benéfica de mi amiguita, comenzaba ya a ejercer imperio sobre mí!
“Anoche llegaron el señor Herrera y Magdalena” esta fue la primera cosa que me dijeron mis hermanos aquel día.  Pedí a mi madre permiso para visitar a mi amiguita, lo que me fue permitido y allá me dirigí sin pérdida de tiempo.

Magdalena estaba inconocible, por lo elegante y bien ataviada. Vestía un bello trajecito de muselina color de rosa, zapatitos de cabritilla blancos con medias del color del vestido y en sus cabellos peinados con esmero, lucía un lazo de cinta rosada que parecía una linda mariposa posada sobre su cabecita.  Así engalanada a la manera capitalina, me parecía lejana e inaccesible.  Tímida y encogida me detuve en la puerta sin atreverme a entrar.   El señor Herrera se acercó a mí, me tomó de la mano y me empujó suavemente hacia su hija, quien llena de alborozo y sencillez me abrió sus brazos cariñosos.   La barrera de timidez desapareció y volví a encontrar a la amiguita compañera de mis juegos infantiles, que reanudamos inmediatamente.

Pero Magdalena tenía una gran imaginación y dispuso que ya no debiéramos jugar solamente de hadas y princesas, porque también era muy divertido jugar de Escuela. Ella sería la maestra, pero necesitábamos más compañeras.  Invitamos a nuestras primas y vecinas y quedó formada la “ESCUELA DE MAGDALENA”.

Al confeccionar las listas de asistencia, Magdalena dispuso que ella y yo cambiáramos nuestros nombres por otros que a ella le parecieron exóticos. Magdalena se llamó “Lesbia Rosemberg”.   El nombre de Lesbia fue siempre para Magdalena objeto de gran cariño, pues ya mujer y madre, le puso “LESBIA” a su hija mayor.  Yo llevé el nombre de Zulima Valmore.  Supongo que mi amiga habría leído o alguien le habría referido “El Sitio de 1a Rochela”, por ser “Valmore” el nombre del interesante protagonista de esta linda obra de la Condesa de Genlis, que nuestras madres y sus contemporáneos leyeron con emoción y deleite.

Nosotras desconocíamos las leyes sociales que imperan en el mundo, pero éramos dos dictadores en potencia. Dispusimos ponerle a nuestras compañeras, a quienes juzgábamos poco favorecidas por la belleza, los nombres menos eufóricos que podíamos inventar.  A una pobre vecinita nuestra muy feíta, le pusimos Sinforosa Cifuentes, a otra Eustaquia Sotomayor.  Inconscientes de que con nuestro gesto establecíamos en nuestra escuela en ciernes, una discriminación odiosa, como toda discriminación.

Yo no había asistido nunca a ninguna escuela. Estaba ignorante de toda noción de saber.  Jugando de Escuela aprendí con Magdalena, mi amiguita de 7 años, a leer de corrido, a contar, a escribir malamente, a tejer crochet, a “ribetear zapatos con cinta de lana”.
¡Cómo olvidar la intensa emoción conque comprobé que sabía leer! En el libro Primero de Mantilla, propiedad de Magdalena, pude leer sin tropiezo aquellas lecciones que no siguen ninguna regla pedagógica, que consiste en reunir las silabas para formar palabras y frases sin sentido ni correlación ninguna: “EL NIÑO SUBE Y BAJA”, “LA CASA SE VE BIEN”, “VE EL PERRO LA CASA”, “SEÑORA HERMOSA CON LABIOS HERMOSOS PEINADA POR EL PELUQUERO”.

Llena de entusiasmo ante tan asombroso descubrimiento, le pedí a Magdalena que me prestara su libro para llevarlo a casa y leerle a mis padres y que vieran que yo sabía leer.   En mi ignorancia, creía que sólo en aquel libro en donde había aprendido a leer podía hacerlo.

Magdalena, quien tenía un respeto supersticioso por su padre, no se atrevía a prestarme el libro sin su permiso y me decía que esperara a que su papá llegara para que él me prestara el libro.  Yo, impaciente por ir a mi casa con tan buena noticia, no quise esperar al señor Herrera y me llevé el libro de Magdalena bajo el brazo.

En mi hogar se vivía un ambiente de amor y de tolerancia, y solo mis hermanos eran castigados por alguna travesura más grave que las corrientes entre niños de poca edad.  Para nosotras las mujercitas, nunca hubo castigo. Si acaso una suave amonestación.  Mostré el libro a mi madre, llena de alborozo, pero ésta, lejos de recibirme con la alegría que yo esperaba, me preguntó de dónde había sacado aquel libro.  De mi relación, lo único que mi madre sacó en claro fue que me había traído el libro del señor Herrera y esto parecía una cosa muy grave.

Mi madre me tomó de la mano y me llevó a donde estaba mi padre ocupado, consultando en un libro de medicina el proceso médico a seguir, en el tratamiento de la enfermedad que debía padecer algún enfermo que estaba atendiendo.  Ella le refirió lo que ocurría, mientras éste con los anteojos levantados sobre su amplia frente, oía al par que me miraba fijamente.

Yo no veía ninguna gravedad en lo que había hecho. Me parecía natural que yo hubiera traído el libro de Magdalena para que mis padres vieran lo adelantada que estaba; que no había esperado al Señor Herrera porque él demoraba mucho. Al ver la seriedad del rostro de mi padre mientras oía la narración de mi madre, comencé a asustarme. Yo sabía que el señor Herrera era el mejor amigo de papá, que me quería por eso y porque yo era a mi vez la única amiga de su hija Magdalena Rosa.  ¿Qué mal había en haber tomado un libro de ellos prestado por un ratito nada más?

Mi padre me tomó de la mano y apretándola entre la suya suave y fuertemente, se dirigió a la casa del señor Herrera.  Este llamó a Magdalena para que informara lo que había ocurrido. De todo lo que Magdalena dijo, a lo único que su papá dio importancia fue a la noticia de que yo sabía leer.  El señor Herrera abrió el libro en cualquiera página y me mandó a leer. Aunque poco segura de mí misma, leí sin gran dificultad la lección que dice: “Roberto tiene tres patitos en la represa de la huerta. Yo vi a Roberto esta mañana, etc.”
Bueno, sí sabe leer la niña y es Magdalena quien la ha enseñado. Fue todo el comentario del señor Herrera.  Mi padre me levantó en sus brazos y cubrió mi rostro de cálidos besos.  El señor Herrera me regaló el libro en donde Magdalena jugando “Escuela” me había enseñado a leer.

Desde el día siguiente, autorizada por el señor Herrera, asistí a las clases sistemáticas que él le daba a Magdalena en las mañanas. Así entablé conocimiento con los descubridores de América.  Nicuesa me inspiró siempre mucha simpatía y una gran tristeza me invadía cuando pensaba en las palabras escritas por el desgraciado conquistador en el tronco de un árbol. “POR AQUI PASO EL Desgraciado DIEGO DE NICUESA”.   Me relacioné íntimamente con el Diccionario de la lengua española, en donde buscábamos Magdalena y yo el significado de las palabras que el señor Herrera nos ponía como muestra en las planas de caligrafía.

Éramos Magdalena y yo dos chiquillas de 8 años. Como la Escuela de juego se había acabado, volvimos en las tardes, libres de  lecciones, a jugar de Cuentos y volvimos a vivir las leyendas de los libros que leíamos bajo la sombra amiga de los Tamarindos llenos de la sabrosa fruta, envueltas en el perfume de los mirtos y jazmines, resedas, lirios y rosas finas del huerto de la familia Herrera. Siempre actuábamos bajo el imperio de sentimientos de fraternal cariño.  Éramos dos eslabones que veníamos a aumentar la cadena que habían comenzado a forjar nuestros progenitores: AQUILINO TEJEIRA Y ANGEL MARIA HERRERA



Residencia de los Tejeira, hoy día Museo de Penonomé

Tres eternas amigas:
Magdalena H. de Pezet y Esther Neira de Calvo y Conchita Tejeira de Román 
Final
Magdalena y Conchita eran de la misma edad: nacieron en 1890, el ambiente para esta narración, ocurre entre 1890 y 1898, poco antes de la Guerra de los Mil Días.

MAGDALENA, MI PEQUEÑA MAESTRA, Por  CONCHITA TEJEIRA DE ROMÁN fue incluido en el libro Semblanza Biográfica de Don Ángel María Herrera, escrito por Magdalena Herrera de Pezet, publicado en 1959.
Norita Scott Pezet, editora.   Panamá, Noviembre 2011.